Se detiene el tiempo, se congela su mirada sobre la mía, es un momento de fuerza, de ira, de ausencia de paz.
Se esfuma la paciencia que caracteriza su templanza, me bloqueo por fuera y me avivo por dentro, quisiera pensar, más solo estoy sintiendo, comprendo que la ilusión dio pauta a la realidad.
Mis deseos más superficiales aspiran la calma, la fuerza que vive en mi interior me dicta confrontación, en medio de un todo que me encamina a la nada, me vuelvo espectadora de mi propia ansiedad.
Por dignidad las lágrimas se ausentan, pero naturalmente la voz se comienza a quebrar. ¿Cómo reaccionar ante el deseo de lucha? Cuando es la cordura la que tiene que imperar. El desacato está inherente a mis deseos, pero el momento y los espectadores demandan tranquilidad.
La particular respuesta instaurada por imposición es la única salida que envuelve esta conmoción. Me convierto en la voz tímida que enfrenta su cobardía, la indiferencia consumió las entrañas de quien ahora encausa libertad.
Lo que tú crees y lo que yo pienso es un constructo constante de lo que mañana querremos y lo que ahora estamos teniendo. Así que en este momento no tiene cabida, ni una tregua falaz ni un insulto atenuante.
Dejo entonces que el estruendo de su coraje perciba esta sensibilidad, el amor no es solo dicha, es padecer lo que es, de quien dices amar. Me demuestro que la calamidad de este amargo momento no es motivo suficiente para huir y no regresar.
Este oleaje de afrentas y dichas constantes es lo que encausa mi decepción a las noches de prosa, donde te imagino honesto, pero te prefiero truhan. Después de escuchar tu más dulce calumnia me convenzo de que los hombres que pecan más son los que lastiman menos, los que se cohibieron terminan por demandar, los deleites que en cobardía se abstuvieron de vibrar.
Y al final, el clamo vacilante de tus aguas frescas, vinieron a reafirmar que tú fuiste el que propició el infortunio de querernos, yo solo estoy aquí para confirmar tu error.
La chica de la mancha 