La arrogancia que le caracteriza propició nuestro encuentro tardío, me resistía a verle, me privé de siquiera pensarle. Nuca imaginé que detrás de su astucia se cobijaría toda mi verdad.
Un casual momento, de esos que no te esperas, fue lo que generó que comenzara a quererle, tarde me percaté que me había privado de lo que conocía como mi libertad, de decidir no pensarle o de soñarle en veces. Así, naturalmente… le comencé a extrañar.
Y lo que para algunos era falacia, hipocresía o una pésima actitud, terminó por convertirse en mi momento favorito, de los días tranquilos, de los comunes, de los días de letras y de las noches de exceso. Su sonrisa antiestética terminó por convencerme de que yo era mala, perversa en mi fe, porque nunca accedí a vivir lo que en sentidos podía percibir, a querernos mucho, genuinamente, así como él y yo lo hacíamos bien.
Hay candados en la vida, instaurados por el tiempo, puestos por cobardía o simplemente por ideas, tú siempre dijiste que no veía más allá de mi alma, yo siempre lo supe, nunca lo negué.
Así fue como una noche, decidí que en el vaivén de mis prejuicios no podía amarte, te dije que me matabas y vaya que lo hacías, yo no quería matarte de forma ruin después, más perversamente de lo que ya lo estaba haciendo, pues comencé a quererte sin antes pensar, que no podía hacerlo por más que lo necesitara.
Al cabo de poco, comprendí que en nuestro tácito adiós te quedaste con mi alma, y ahora que mis palabras pronunciaron un «me matas» tu justificada postura lanzó una negativa, a lo que es congruente, a lo que nunca podré reprocharte ni en sueños, aunque en éstos me quisieras. Me dijiste que las balas habían cesado y que la muerte tú ya no me procurabas, pero lo que no sabes es que eso, es precisamente lo que me mata.
La chica de la mancha 