Del Monte

¿Alguna vez has tenido que cargar la aflicción en los hombros, los brazos, en las entrañas?

El tiempo no reposa y menos en nuestros conflictos. Hay momentos en los que se le advierte lento, intermitente. Pero son solo nociones que dejamos, el alma perciba en los andares de lo cotidiano o de lo absurdo. Y muchas veces, el ser y la rutina, hacen que la ansiedad se olvide o se distraiga, aunque nunca desaparezca.

Esa tarde sucedió eso, me sentía distante a la melancolía, ajena al dolor. Ese día, los recuerdos y yo hicimos una tregua: no invocaría ese pasado perfecto, en tanto el objetivo requiriese concentración y calma.

Llegué, bueno, el cuerpo arribó, el cuerpo siempre llega antes que los pensamientos, éstos me andan alcanzando cuatro minutos después. Cuatro, sí, mis emociones abrazaron un número que yacía en toda las horas de un viejo amor, y por alguna extraña razón, siempre se incorporan cuatro minutos tarde.

Ya en la cafetería, busqué un rincón, el alma, por alguna razón que no logro comprender, siempre reposa serena en los rincones de las cafeterías, siempre. Pasaron seis minutos, y ya completa, con todo y emociones, llegó ella, y con ella un oleaje de dubitaciones.

¿Alguna vez has sentido calma, calma en la presencia, calma en la voz que nos es ajena?

Yo no creo que exista serenidad en el oleaje, es más, yo creo que es una perfecta incongruencia sentir paz a la orilla del mar. Ese enigma, el del mar y la calma, lo sentí cuando Angélica me llenó de ella en historias y retazos de sueños suspendidos.  

Parecía mentira, una falacia de la perfección, una burla del destino, un inmerecido encuentro que me llenó de mucha calma. Ella, toda seguridad ante tanta languidez, hizo de aquella tarde de septiembre, un momento para recordar.

¿Alguna vez te has preguntado no el por qué sino el para qué de los encuentros?

Ese día creí en Dios, o Dios creyó en mí y por eso no me dejó sola. O quizá, solo quizá, fue una coincidencia que, al ser veintiocho de mes, la vida quisiera sonreírme un poco; no lo sé, solo tengo certeza de que Angélica llenó el espacio de empatía, sumergió toda la agonía en ternura, e hizo de un plan de trabajo, la idea de una sincera amistad.

Hablamos de todo, aunque debimos hablar solo del plan. Pero el plan dejó de serlo cuando Angélica habló con el alma. No sé si fue un error, o nuestro mayor acierto, pero hablamos del porvenir, del pasado que más que pasado es presente, de la enfermedad y la lucha, de España y la noche, de los cuatro minutos que se disfrazan en un nombre, del niño sanador, del café y el conflicto, y todo, absolutamente me dejó perpleja de tranquilidad.

Ella prometió, sí, lo recuerdo bien, prometió lo que nadie se atreve a prometer, y por alguna razón que no logro descifrar, creí en esa promesa que se siente completa y que no me han dejado atrás.

Me aturdí en un espasmo de asombro, no suelo hacerlo, soy demasiado extrovertida para callar una emoción, pero lo recuerdo, estoy segura que siempre lo recordaré, Angélica me dio la mano, se despidió vacilante por el encuentro de otros amigos, pero segura de que nos habíamos salvado, y en ese momento, entre el adiós y el hasta luego, depositamos una en la otra, toda nuestra verdad…

¿Alguna vez has cuestionado el por qué no, de la vida?

Con ella no tengo dudas, creo que le empecé a querer y ella entonces también me quería… ese día comenzamos a caminar, del monte hasta el infinito…

3 respuestas a «Del Monte»

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